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Mario Vicedomini

La Quattro Formaggi y el Arte de Combinar Intensidades

Hay pizzas que piden silencio. Pizzas que no se comen, se escuchan. Que no se mastican, se interpretan. La Quattro Formaggi es una de ellas. Cuando está bien hecha, claro. Porque lo que parece una bomba de queso sin control, un «échale todo lo que tengas y al horno», en realidad es un ejercicio de equilibrio brutal. Es un diálogo entre intensidades, un juego de temperaturas, texturas, aromas y tiempos.

Hoy quiero hablar solo de eso: del sabor. No de la historia, ni de dónde viene, ni de que certificación tiene cada queso. Ya habrá tiempo para eso. Este texto va del sabor como experiencia, como arquitectura. Va de cómo lograr que cuatro voces distintas canten la misma canción sobre una masa caliente. Y suene bien

Un sabor que no se grita, se construye

Hay una tentación habitual con esta pizza: pensar que el queso, como gusta a todos, puede ir sin medida. Pero una buena Quattro Formaggi no es una orgía de lácteos fundidos. Es una sinfonía medida, contenida, precisa. Si los quesos no se escuchan entre sí, no hay armonía. Solo ruido.

Yo siempre digo: no es lo mismo que todos canten a que todos canten juntos.

Mozzarella, gorgonzola, fontina, parmesano. O las variantes que cada uno elija según región, escuela o disponibilidad. Pero da igual el nombre. Lo que importa es la intención detrás de cada elección. El orden, la cantidad, la función. Porque cada queso no está ahí porque sí. Está porque cumple un papel. Porque modifica el sabor de los otros. Porque tiene temperatura de fundido distinta. Porque resiste o cede al horno de una forma diferente.

La pizza Quattro Formaggi es una clase magistral de sabor cruzado.

El centro es el gorgonzola (y lo sabes)

Podemos fingir que todos los quesos importan igual, pero no es verdad. Hay uno que manda. El gorgonzola. Es el alma del caos. El que genera conflicto, identidad, carácter. Si no lo controlas, arrasa con todo. Si lo pones en su justa medida, eleva. Como esa persona en un grupo que dice poco, pero cuando habla, marca el tono.

El error más común que veo en pizzerías —incluso buenas— es pasarse con el gorgonzola creyendo que así la pizza Quattro Formaggi será “más intensa”. Falso. El gorgonzola no necesita volumen, necesita espacio. Es como el silencio en una canción: aparece y todo cambia. El truco es que esté sin dominar. Que se asome, pero no grite.

Y ahí es donde la mozzarella tiene su papel: calma, une, suaviza. Es el colchón. El pegamento. No está para destacar, está para sostener. Y sin ella, los otros quesos no se funden: se separan, se agrietan, se rompen. En boca y en horno.

Fontina: lo cálido, lo dulce, lo envolvente

La fontina es puro abrazo. Tiene esa cosa láctea, cremosa, casi sensual. Aporta lo que a veces el parmesano no puede: volumen sin agresión. Y cuando funde bien —cuando no es de las malas, industriales, sino de esas con aroma a bodega— se mezcla con la mozzarella como si fueran una misma cosa.

A veces la cambio por taleggio. O incluso por un buen provolone dulce. Depende del día, del horno, del ánimo. Pero siempre busco ese punto: que haya algo medio fundido, medio líquido, que rellene los huecos de sabor que deja el gorgonzola cuando se calla.

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Parmesano: el final del viaje

Y luego está el parmesano. Que no es topping. Es perfume. Es ese recuerdo que te queda al final de cada bocado. Un bocado que empieza suave, sube en intensidad, pasa por el gorgonzola, se mece en la fontina… y termina ahí, con el crujido salado del parmesano rallado y gratinado.

Un parmesano bueno —bien curado, de verdad, no esos quesos secos sin alma que venden en bolsas— tiene algo de mineral. Es tierra y tiempo. Y eso, en una pizza, se nota. Si cierras los ojos, puedes saborearlo incluso después de tragar. Queda flotando en la boca. Como un eco.

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En el horno, se revelan

Hay algo que en Vicedomini nos obsesiona en la pizza Quattro Formaggi: cómo cambia entre cruda y cocida. En crudo, la mezcla de quesos es un caos pegajoso. En el horno, sucede la alquimia. La mozzarella se derrite primero. Se arrastra. Luego viene la fontina, que se mezcla con ella. El gorgonzola resiste, se calienta lentamente, y al final explota en crema. El parmesano gratina. Se vuelve crocante, umami puro.

Cada segundo de horno cambia el sabor. No puedes dejarla ni diez segundos más. Ni sacarla diez segundos antes. Y esto no lo ves en la receta. Lo ves en la práctica. En la cara del pizzaiolo que, como yo, se agacha, mira el horno desde el borde, y decide que ya.

Eso no lo enseña nadie. Lo aprendes quemándote las pestañas.

Cada pizza es distinta (y está bien que así sea)

No hago nunca dos iguales. Aunque use los mismos quesos. Aunque respete la misma proporción. Porque cada masa es distinta. Cada humedad del horno. Cada clima. Cada día mío. A veces me apetece más gorgonzola. O dejo caer un poco más de parmesano, sin querer. O la mozzarella funde distinto porque ha salido de cámara hace solo 20 minutos.

Y eso es lo bonito. Que la pizza no es una fórmula. Es una emoción.

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El silencio como aplauso

Cuando alguien muerde una Quattro Formaggi de verdad, no habla. No dice “qué rica”. No sube la historia. No te da la enhorabuena. Solo asiente, cierra los ojos, y sigue comiendo. Ese silencio, ese segundo en que se queda con la mirada fija en la mesa, es el mejor halago.

Y es ahí cuando sé que lo logré.

No porque usé cuatro quesos. Sino porque supe en qué momento callar cada uno.